En la madrugada del 21 de abril, recibí la noticia que estremeció mi corazón: nuestro querido Francisco había partido a la casa del Padre. Sentí una profunda conmoción, no solo por el vínculo especial de ser hermanos y compañeros de Jesús, sino por todo lo que tu testimonio y magisterio significaron para la Iglesia y para mi propia vida como religioso.
Hoy, al igual que la hermana Genevieve Jeanningros, te lloramos en silencio, al margen -en una esquina- porque nuestra impotencia no encuentra las palabras justas para expresar todo lo que esta humanidad que custodiaste siente. Nuestras lágrimas se unen a las de tantos hombres y mujeres que aman de formas distintas, a las de quienes son esclavizadas y esclavizados por sistemas que no reconocieron su dignidad, a las que provocan las muertes injustas que siguen ocurriendo en nuestra sociedad. Este llanto silencioso es también testimonio de esperanza, pues en él reconocemos que tu vida, floreció y nos invita a continuar tu legado de compasión, misericordia y justicia.
Recuerdo vívidamente aquella homilía durante tu entronización, donde, con voz firme y profunda convicción, nos llamaste a custodiar la vida de los hombres y mujeres. Este mandato profético marcó desde el inicio tu pontificado y se convirtió en el eje central de tu ministerio. Francisco no solo hablaste de custodiar la creación y la dignidad humana, sino que con gestos concretos nos mostraste cómo hacerlo: lavando los pies de los presos, abrazando a los desfigurados, visitando las periferias existenciales, abriendo puertas a los refugiados y tendiendo puentes donde otros construían muros.
Tu legado de misericordia resuena hoy más fuerte que nunca. Nos recordaste constantemente que Dios se revela en lo cotidiano, en lo pequeño, en los rostros de los descartados y excluidos. Tu exhortación Evangelii Gaudium fue una verdadera hoja de ruta para una Iglesia en salida, que no se encierra en sí misma, sino que se atreve a ser hospital de campaña para un mundo herido. En mi formación teológica, he contemplado cómo tu magisterio articulaba magistralmente la doctrina con la pastoral, siempre desde la óptica del discernimiento ignaciano.
La honestidad con la que enfrentaste las crisis de la Iglesia marcó profundamente tu pontificado. No tuviste temor de nombrar los pecados institucionales ni confrontar estructuras anquilosadas. Recuerdo tus palabras sobre las “enfermedades de la Curia” y su incansable lucha contra los abusos. Esta transparencia, aunque dolorosa, fue un bálsamo purificador para una Iglesia necesitada de conversión constante. Como estudiante de teología, he aprendido de él que la verdad teológica no puede divorciarse de la autenticidad evangélica.
Lo que más extrañaré es tu voz profética. Francisco supiste leer los signos de los tiempos con ternura, lucidez y tenacidad extraordinaria, e intentó responderlos siempre a la luz del Espíritu Santo. En Laudato Si', nos advertíste sobre la urgencia de una ecología integral mucho antes de que las crisis climáticas se intensificaran. En Fratelli Tutti, nos mostraste un camino de fraternidad universal cuando el mundo se polarizaba. En mis estudios de teología moral y doctrina social, he visto cómo sus intuiciones profundas respondían a los grandes desafíos contemporáneos desde una hermenéutica evangélica renovada y comprometida con quienes, al final del día, serían los más perjudicados.
Siento una tristeza honda por tu partida, pero como tu mismo nos enseñaste, es una tristeza con tónica de agradecimiento y compromiso. Agradecimiento por el don de tu vida entregada hasta el final, por tu testimonio de humildad y servicio, por tu sonrisa que transparentaba la alegría del Evangelio. Compromiso con tu legado, que nos interpela a continuar tu obra, a ser una Iglesia samaritana que se abaja para acariciar y curar heridas, dejándose impregnar del olor a oveja y sin miedo a ensuciarse las manos en las periferias.
Para mí, como jesuita en formación, Francisco representó a un hermano que se dejó impregnar de Ignacio y fue contemplativo en la acción, buscando y hallando a Dios en todas las cosas, discerniendo los espíritus para mayor gloria de Dios. Tu pontificado coincidió casi exactamente con mis años de formación, y puedo decir que aprehendí y aprendí, mostrándome con tu vida lo que significa ser un sacerdote según el corazón de Cristo en el mundo actual.
Antes de terminar, quisiera hacer una mención especial a las y los jóvenes con quienes he aprendido a concretar el amor de Dios. Con esperanza, quisiera invitarles a no tener miedo de arriesgarse a ser buenos y buenas, a escandalizarse por las injusticias de nuestra sociedad, a no balconear la vida sino a involucrarse e incidir profundamente, y, sobre todo, a poner su vida entera para que este mundo sea más humano y fraterno.
Mientras nos preparamos para despedirlo y recibir a quien el Espíritu Santo elija como su sucesor, me comprometo a mantener viva tu herencia espiritual en mi futuro ministerio. Que tu ejemplo nos inspire a todos a ser instrumentos de misericordia y reconciliación, a caminar juntos como y con el pueblo santo de Dios en sinodalidad; a custodiar con ternura la vida de todo ser humano, especialmente la de las y los más descartados. Porque, como tu mismo nos enseñaste, la fe auténtica implica siempre “un profundo deseo de cambiar el mundo, de transmitir valores, de dejar algo mejor detrás de nuestro paso por la tierra”.